Por Jessica Oliva García
Premio Distrital

Crítica 2 de 3 (Escrita durante el seminario)

Juan, Sara y Chauk dejan atrás su tierra, Guatemala, para cruzar un par de líneas falsas,
inventadas, llamadas fronteras. Dos convenciones geográficas, límites políticamente correctos entre países, se alzan frente a ellos como los verdaderos antagonistas, impidiendo su paso a esos otros parajes que se extienden hacia el norte y en los que– se dice–  los sueños se cumplen. Y para tres adolescentes, cuya vida por delante no puede estar más que llena de sueños dorados, la promesa de un lugar así es todo lo que se requiere para ponerlos en marcha.

Los héroes que presenta el director mexicano Diego Quemada-Diez en “La jaula de oro” (2013) son niños en un viaje de adultos. Indocumentados, sí, pero nunca caras anónimas perdidas en los pliegues de una disertación puramente social, sobre ese tema tan serio y a veces tan impersonal en la agenda norteamericana como lo es el ‘problema migratorio’. Interpretados por los actores Brandon López, Karen Martínez y Rodolfo Domínguez, este triángulo de jóvenes personajes encarna perfectamente la necesaria dosis de inocencia que cualquiera debe poseer a la hora de embarcarse en una travesía como la que ellos emprenden, en este caso, movida más por impulsos de esperanza que por desesperación. Esta inocencia es la que los hace admirar un tren de juguete, pero también la que los impulsa a subir a ‘La Bestia’ cuando está en movimiento; es la que no puede evitar un brillo de ojos cuando observa renacuajos en el agua o la que los hace reír durante la corretiza de un gallo, pero también la que los obliga a matarlo. La inocencia es la que, paradójicamente, los hala hacia delante con ilusiones, pero también la que va desapareciendo de forma inevitable conforme avanzan.

Con todo, “La Jaula de oro” no está interesada en humanizar y volver demasiado complejos a sus personajes por medio del melodrama, como es el caso de otras películas del cajón del cine de ‘migrantes’, siempre preocupado por no mostrar a sus protagonistas como simples ‘aves’ migratorias que un día se despiertan y por instinto quieren irse al norte.  Diego Quemada-Diez se guarda el sentimentalismo y no teme tejer la historia de estos adolescentes alrededor de su sencillo y único deseo de escapar, sin otras tramas más allá que esa, con lo cual distancia su obra de filmes como “Sin nombre”, de Cary Fukunaga. Tan sólo en los primeros minutos, somos testigos de cómo Juan y Karen se preparan para su expedición: ella, vendándose los pechos para pasar por “Osvaldo”, y él, recopilando sus pertenencias en su cuarto. Inmediatamente después, se ponen en marcha, sin mayores aspavientos, y así continúan hasta que Chauk, un indio tzotzil que no habla español, se les une y sirve de catalizador para la transformación de Juan. Nada se sabe de ellos ni de su pasado, familia o de lo que desean encontrar del otro lado del Río Bravo. Sus diálogos son bastante pocos y sólo conocemos su común deseo de llegar a E.U, que termina por hermanarlos y hacerlos aún más accesibles al espectador.

El nombre de la película alude a la canción mexicana de Los Tigres del Norte, que habla sobre las desventuras de los que salen del país tan sólo para entrar a una prisión dorada gringa, en la que pasarán el resto de sus días como una fuerza de trabajo sin rostro. Aunque, estrictamente, “no existen los seres humanos ilegales”, como decía el escritor mexicano-estadounidense Luis Urrea, Juan, Karen y Chauk se enfrentan durante su odisea a todos los estragos de quienes parecen serlo en todo momento, sin siquiera haber llegado: la ‘migra’, por ejemplo, es la menor de las hostilidades que los acechan. Es en este aspecto en donde el director no se guarda nada. Parecería que la mayoría de las vejaciones que suelen sufrir estos viajeros en su andar– y que provinieron de testimonios de cientos de ellos, con los que Quemada-Diez platicó durante años en la preparación del guión– encontraron la forma de ser parte de la película: desde los francotiradores y policías corruptos, hasta los narcotraficantes y posibles machetazos. Los protagonistas no siempre salen airosos de estos encuentros, que se antojan, en el acto final, demasiado sucesivos y algo voluntariosos.

Aún así, “La Jaula de oro” es un ejercicio que desnuda de pretensiones. Es una historia sobre tres migrantes jóvenes, que al fin de cuentas lo único que quieren es ‘cruzar para el otro lado’. Sin embargo, al no dejar que sus personajes se pierdan en las olas sentimentales de tales infortunios (aún cuando estos sean bastantes), irónicamente, permite ‘verlos’ mejor, a ellos y a la situación por la que no sólo ellos están pasando. Dziga Vertov decía que la cámara, a veces, ve mejor que el ojo humano. El estoicismo que este director propone con la suya le da claridad y visibilidad a una historia que no tendría por qué ser sobre otra cosa, ni aspirar a mayores complejidades. Al final, no necesita de sollozos ni de largos monólogos para mostrarnos los horrores de ser alguien que camina como ilegal en estas tierras.

 

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