Por Raúl Miranda

Celuloide era el seudónimo del escritor Jaime Torres Bodet, en su columna de nombre Cinta de Plata, que apareció durante poco más de una año, entre agosto de 1925 y septiembre de 1926, en la publicación periódica Revista de Revistas. Sus artículos sobre cine extranjero fueron los más abundantes, en cambio, sus reflexiones sobre cine mexicano fueron pocas. Sin embargo, son singulares sus apuntes sobre el naciente cine nacional. Comprender hoy su texto que reproducimos aquí, requiere saber acerca de la estelar nacional de Luz, tríptico de la vida moderna (1917), Emma Padilla. Conocer que Pina Menichelli, fue la diva en la versión original italiana Il fouco (1915). Estar ciertos en afirmar que el cine italiano tuvo su auge en la cartelera mexicana; y que la puesta en escena de las películas mexicanas de ese entonces era meramente teatral, y no fílmica. Que la actriz Elena Sánchez Valenzuela fue la protagonista de la primera versión de Santa (1918). Saber también que, a disgusto, Torres Bodet soportaba los “letreros” o intertítulos explicativos. El reconocimiento de Torres Bodet a Contreras Torres como el impulsor de los temas mexicanos; testificar el paso de las tiples de las tandas al cine, como Ligia de Golconda. Leer sus breves notas en las que ubica, y nos ilustra, acerca del paso del teatro de revista a un relativamente nuevo vehículo, el cinematógrafo, en películas como: Tras las bambalinas del bataclán (1925), cinta mexicana, producida y dirigida por el neoyorquino William Earle. Éste mismo dirige, también en 1925, El milagro de la Guadalupana, siendo el tema obvio, aunque con la actriz “frívola” Celia Montalván. Además, saber de la presencia de Ernesto García Cabral, “El Chango”, extraordinario dibujante burlón, que ilustraba las portadas y páginas de Revista de Revistas,  artista muy admirado por muchos, entre otros por Jaime Torres Bodet. Reproducimos también su asfixiante poema Buzo.

El cinematógrafo en México
Jaime Torres Bodet

Tener un cinematógrafo propio y situarlo súbitamente en el terreno auténtico del arte, ha sido la constante preocupación de varios espíritus diligentes, entre nosotros. Los esfuerzos no son de hoy. Hace más de ocho años que Pina Menichelli halló en Emma Padilla una discípula. El fuego cambio de sexo y se convirtió en La luz: el paisaje de Italia, con sus altos jardines coronados de cipreses, los pinos latinos de Rubén Darío, los cementerios napolitanos a la orilla del más azul de los mares azules, todo eso se fue trocando en un cuadro de más pálida entonación, en el paisaje de nuestra altiplanicie, recortado con una línea neta sobre el fondo de las montañas.

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Pina Menichelli

La fotografía, la dirección escénica estaban completamente divorciadas del propósito de estas primeras películas. Se anunciaban como obras de una cinematografía incipiente, pero eran, en verdad, simples novelas románticas ilustradas a trechos por escenas mudas y por placas sin movimiento.

Nuevas empresas y nuevos actores surgieron en seguida. Entre estos últimos, Elena Sánchez Valenzuela obtuvo inmediatamente un lugar de privilegio. Reunía buenas condiciones de inteligencia y un rostro agradable. Escogió, o más bien dicho, escogieron para ella los argumentos de la novela realista de don Federico Gamboa: Santa y La llaga. La influencia del cinematógrafo italiano se percibía en todos los momentos de estos dramas de un color áspero, sin gradación y casi sin arte. Los tipos y las costumbres se seguían con cierta fidelidad no exenta de monotonía, pero la esencia de la técnica nueva no existía aún.

El esqueleto de una película, más que el argumento, es la dirección escénica y de ella carecían dolorosamente las películas de Elena Sánchez Valenzuela. Un defecto muy grave –que parece ser, por otra parte, una fatalidad en la cinematografía española- era la difusión inexpresiva de los letreros, que fatigaba al espectador y hacía, en cierto modo, ridícula –por inútil- la presencia de los intérpretes.

Cuando el actor se convierte en ilustración movediza de un libro, va siendo sensato pensar en leer el libro y en dejar de asistir al espectáculo. Junto con Elena Sánchez Valenzuela, Elvira Ortiz, Contreras Torres, Ligia de Golconda, fueron los sostenedores más entusiastas y constantes de esta nuestra primera cinematografía. Todos ellos obtuvieron éxitos y podrían haber desarrollado una labor más brillante si  el inevitable recelo con que los artistas suelen verse entre sí, no les hubiera impedido agruparse en un frente único de acción. Fuera de este ejército regular existen los voluntarios del cine, como García Cabral, que ponen toda su inteligencia, toda su simpatía al servicio de una causa desinteresada.

Desde hace aproximadamente un año que está agrupando Mr. Earle, director de algunas películas norteamericanas bien conocidas, alrededor de la Amex Film Co., varios elementos laboriosos. Dos han sido las producciones de esta sociedad. Tras las bambalinas del bataclán se llamó la primera. La segunda, que en un cine de esta capital acaba de exhibirse, es El milagro de la Guadalupana. Colabora en esta última, con Bonnie May y Guillermo Nemer, una de nuestras más aplaudidas vedettes  del teatro frívolo: Celia Montalván. No todo es malo en esta película, aunque es cierto que lo bueno que hay  en ella no lograría  convencer a un público que se jactara de estricto. Hay que revestirse de buena voluntad para verla, pero no hay  que dejar de verla. Desde luego aconsejaremos a Mr Earle que dedique más tiempo a la dirección y abandone la manufactura de los argumentos a quienes estén más capacitados que él para hacerlos.






Buzo

 

El agua de la sombra nos desnuda

De todos los recuerdos

En esta brusca

Inmersión que anticipa, en los oídos,

La sordera metálica del sueño.

 

Y quedamos de pronto sostenidos

-en este mar en donde nadie flota-

De una cadena lógica de ausencias,

Como el buzo que vive, en su escafandra,

de la serpiente del aire que lo sigue.

 

Ni una burbuja traicionó la asfixia.

 

Lento

y con ruedas de espuma en el insomnio,

giró el acuario rápido del sueño.

 

Mas ya el silencio abre

Un pozo ardiente en la memoria fría, un pozo

Donde nuestras imágenes

Se lavan de la atmósfera perdida.

 

¿Con qué dedos de música tocarte?

 

Porque sólo la música podría devolverte una
forma para el tacto

a ti, que tienes tantas

para el oído ávido.

 

Porque sólo la música

sabría componer, con los fragmentos

de tu semblante muchas veces roto,

el nuevo,

el expresivo rostro nuevo

que de tu sueño lento está naciendo…

 

                                                        
Jaime Torres Bodet