Por Pedro Paunero
Para José Luis Zárate en recuerdo de tantas
charlas sobre el género fantástico
Para el listado de este año, el quinto, hemos decidido cambiar el rumbo y adentrarnos en un tipo de cintas de horror y ciencia ficción que tienen a un monstruo muy particular como seña de identidad.
En cierta ocasión el célebre Isaac Asimov se preguntó por qué, en la ciencia ficción, los seres de inteligencia sobrehumana eran retratados como seres fríos y crueles. Se respondía a sí mismo que debía ser una derivación del científico loco y el sentimiento generalizado de que la inteligencia, per se, es maligna. Resultado de esta forma de razonamiento, las películas sobre cerebros vivientes o criaturas cuyo rasgo más sobresaliente es el cerebro, atraviesan predeciblemente los terrenos del miedo y se adentran en los de la ciencia más torcida y perversa.
Este, el de los cerebros vivientes, se trata de todo un subgénero en sí, al contener una serie de elementos reconocibles y repetidos de una película a otra, y que comienza con la venerable “El hombre de las cabezas” (Un homme de têtes, Georges Méliès, 1898), en la cual un mago, el propio Méliès, realiza una serie de trucos con su cabeza cortada, a la vez que multiplicada, sobre una mesa; así, la cabeza, elemento y medio, se va de viaje a las ferias ambulantes con sus espectáculos farsescos y granguiñolescos de “cabezas sin cuerpo” (frase que estaba incluida en la canción “Yo te ando buscando”, del grupo de rock mexicano Santa Sabina, con lo que también penetran en la música), vuelve al cine y pasa, de manera atrozmente divertida, por la “sexosa” cabeza viviente de “Re-Animator” (Stuart, Gordon, 1985); se descubre espacial con el insecto-cerebro alienígena detrás de “Invasión” (Starship Troopers, Paul Verhoeven, 1997); se metamorfosea en los extraterrestres mutantes, con manos en forma de tenazas, y cerebros enormes y visibles de “Regreso a la Tierra” (This Island Earth, Joseph M. Newman, 1955); que aprendieron a tocar música (ya que fueron homenajeados a través de la banda de músicos cabezones de Figrin D’an y los Modal Nodes) y tocaron en la Cantina de Chalmun, o Cantina de Mos Eisley, en el planeta Tatooine del Episodio 4 de “Star Wars” (George Lucas, 1977), llegaron a la Tierra bajo la forma de los marcianos graznantes de “¡Marcianos al ataque!” (Mars Attacks! Tim Burton, 1996), aunque ya habían tenido una visita pasada en la cincuentera “Invasion of the Saucer Men” (Edward L. Cahn, 1957), con sus invasores que no encuentran mejor manera de abducir a sus víctimas –adolescentes, se sobreentiende-, que inyectándoles alcohol en las venas, y se metamorfosearon en el pequeño y gracioso ser con el cerebro expuesto de “Santo, el enmascarado de plata y Blue Demon contra los monstruos” (Gilberto Martínez Solares, 1969) que no asustaría ni a un niño y nada tiene que hacer en dicha película; alcanza la comedia gore con “Brain Damage” (Frank Henenlotter, 1988), con su fálico parásito come cerebros y se instala en la animación con “La invasión de los cerebrícolas”, en la que se veían enfrentados con Superman, Batman, La mujer maravilla y el resto de los Súper Amigos, de la serie infantil de Hanna-Barbera, de los años ´70s, dándonos algunos otros títulos relevantes y mejor recordados, hasta culminar –hasta ahora-, con la vergonzosa “Los Expedientes Secretos X: Quiero Creer” (The X-Files: I Want to Believe, Chris Carter, 2008) con su trama mal pergeñada y ridícula, en la que el agente Fox Mulder casi encuentra la muerte, a manos de unos malvados científicos rusos, que se la viven realizando trasplantes de cabezas con perros y humanos.
“La mujer y el monstruo”
(The Lady and the Monster, George Sherman, 1944)
Esta fue la primera película basada en la novela de Curt Siodmak, “El cerebro de Donovan”, aparecida por entregas en la revista Black Mask en 1942 y que tuvo una primera adaptación, anterior a las tres películas que del libro se han rodado, por parte de Orson Welles, ni más ni menos, como parte de su serie radiofónica Suspense. Siodmak había sido el responsable del guion de la más memorable película de licántropos de la historia, la legendaria “El hombre lobo” (The Wolf Man, George Waggner, 1941) con Lon Chaney Jr. en el papel principal y que incluyó elementos, por entonces novedosos (y hoy imprescindibles para su imaginería literaria y cinematográfica), como el pentagrama, la luna llena, la maldición que pesa sobre el licántropo y las balas de plata.
“El cerebro de Donovan”, libro que se convirtió en obra de referencia, y que ha sido alabado por autores como Isaac Asimov y Stephen King, contiene todos los elementos que se volverían tópicos en el subgénero. En este film Franz Mueller (un decadente Erich von Stroheim), realiza experimentales trasplantes de cerebros en su castillo, situado en Arizona. Mueller está enamorado de su asistente Janice Farrell (Vera Ralston), pero ella lo está, a la vez, de Patrick Cory (Richard Arlen), científico ayudante de Mueller. Cuando el avión del déspota banquero William H. Donovan se estrella en el desierto, Mueller aprovecha el cuerpo del fallecido para probar sus teorías y culminar sus experimentos. El resultado será el de un cerebro perverso, mantenido de manera artificial, que ejerce control telepático sobre Cory para continuar con sus criminales transacciones comerciales. Janice, la mujer del título, será la encargada de luchar contra el siniestro cerebro y el control que ejerce sobre su amado.
“El cerebro de Donovan”
(Donovan´s Brain, Felix Feist, 1953)
La segunda versión de la novela de Curt Siodmak cobró estatus de película de culto y es la más recordada de las tres cintas que se han hecho sobre el libro, respetando, incluso, el título de la novela. En esta versión se narra la misma historia del millonario Waren H. Donovan, cuya avioneta se estrella en el campo y su cuerpo malherido es recogido por un científico, el Dr. Patrick Cory (Lew Ayres), su esposa Janice (Nancy Davis) y su ayudante, el Dr. Frank Schratt (Gene Evans), que habían estado realizando experimentos de trasplantes de cerebro en monos. Ante la muerte del millonario no pierden la oportunidad de experimentar con su cabeza, a pesar de que los poderes telepáticos que esta ejerce sobre el científico, irán transmitiéndole su propia personalidad, para apoderarse de su cuerpo y obligarlo a realizar transacciones financieras ilegales, a la vez que este exhibe los rasgos del millonario fallecido.
La protagonista, Nancy Davis, pasaría a la historia no precisamente por sus dotes de actuación, sino por haberse convertido en la Primera Dama de los Estados Unidos –ya casada con otro actor mediocre-, y ser conocida como Nancy Reagan.
“El hombre sin un cuerpo”
(The Man Without a Body, aka. Curse of Nostradamus; Charles Saunders y W. Lee Wilder, 1957)
Charles Saunders, con una pequeña ayuda del hermano menor de Billy Wilder, rueda esta bajísima producción, una de las tantas copias descaradas de la novela de Siodmak y las películas basadas en esta. En esta cinta el millonario cornudo interpretado por un George Coulouris venido a menos (había interpretado a Walter Parks Thatcher, el magnate de “Citizen Kane”, de Orson Welles), abatido por un tumor cerebral, acude en busca de ayuda con un par de científicos que trasplantarían su cerebro en la cabeza robada del viejo vidente Nostradamus. Por supuesto que, una vez reanimada la cabeza del vidente, este no iba a permitir las horribles maquinaciones de los tres chalados, arruinándolos, incluso, financieramente, debido a una serie de malos consejos en la Bolsa de Valores. El final, muy de esperarse, enfrentará a Colouris con Nostradamus en unas escenas psicotrónicas que emparentan todo este conjunto de despropósitos con el cine de El Santo, el enmascarado de plata, y sus argumentos incoherentes pero tremendamente divertidos.
“Satanás y la mujer desnuda”
(Die Nackte und der Satan, aka. Des Satans Nackte Sklavin; The Nude and Satan; The Head. Victor Trivas, 1959)
Rara producción alemana al estilo de las películas americanas de Serie B, rodada en plena post guerra con un título engañoso cuyo protagonista, el profesor Abel, científico loco que realiza trasplantes, valiéndose de un suero de su invención, e interpretado por el gran Michel Simon, actor fetiche de Jean Renoir y Jean Vigo, pierde (literalmente), la cabeza, cuando muere de un infarto, y su ayudante la mantiene con vida. El director de esta película había sido el encargado de adaptar su propia historia para “El extraño” (The Stranger, 1946), una de las obras maestras de Orson Welles, uniéndose al actor George Coulouris de “Citizen Kane”, en las filas de protagonistas “wellesianos” que encontraron su final de manera vergonzosa en los títulos que van de la Serie B a la abismal Serie Z.
“El cerebro que no quería morir”
(The Brain that Wouldn´t Die, Joseph Green, 1962)
Joseph Green, dedicado a dirigir cintas publicitarias, halló su oportunidad de entrar al cine, por lo menos en la Serie B, cuando conoció a Rex Carlton, un productor que deseaba exhibir una cinta entretenida, destinada al público juvenil. Green recordó la exitosa “El cerebro de Donovan” y se propuso rodar su propia versión pero con una protagonista –decapitada, obviamente-, femenina. Hay aquí un científico que experimenta con trasplantes de órganos, un ayudante deforme, la cabeza de la novia accidentada del “Mad Doctor” mantenida con vida artificial, la búsqueda de un cuerpo hermoso para dicha cabeza y el deslizamiento hacia el mal por parte de la cabeza parlante, así como un raro tono erótico que impregna la cinta. Convertido en película de culto, este producto, rodada por un equipo amateur, logró darle un final extraño y sorpresivo cuando se abre la puerta (siempre cerrada) del laboratorio y emerge la criatura que se esconde detrás. La historia, bastante entretenida, se sostiene entre el terror, el gore y las risas involuntarias.
“Venganza”
(aka. El cerebro viviente; Ein Toter sucht seinen Mörder; The Brain, Freddie Francis, 1962)
Nueve años después de la película “El cerebro de Donovan”, Freddie Francis, antes de cambiarse a la mítica productora Hammer, rodó esta tercera versión del libro, más lenta, pesada e impregnada de una atmósfera de Cine Negro que, si bien levanta la atmosfera por momentos, no sostiene a la cinta en lo general. Se trata de una coproducción británica-alemana en la que vemos la historia cambiada significativamente para realizar, al final, una simple venganza. Max Holt, el millonario que sustituye a Donovan, en este caso, se va apoderando de la voluntad del Dr. Corrie (Peter van Eyck) hasta dar con su asesino y hacerlo pagar por su muerte. A destacar la música, escrita por Kenneth V. Jones, muy en la sintonía Noir del cine de la época.
“La cabeza viviente”
(Chano Urueta, 1963)
En tiempos de los aztecas, a Xochiquetzal (Ana Luisa Pelufo), sacerdotisa de la luna, le es encomendada la tarea de portar “el anillo de la muerte,” que le condena a no separarse jamás de Ácatl (Mauricio Garcés), Caballero Águila asesinado y de quien se conserva sólo la cabeza. Ella sólo podrá librarse de la esclavitud el día en que ofrezca su propia alma para salvar la de Ácatl, para esto, la sacerdotisa tendrá que ser enterrada viva. El año 1963 es encontrada la tumba, sobre la que pesa la maldición de Coatlicue y de Huitzilopochtli. Cuando el profesor Muller (German Robles) abre la tumba, el cuerpo intacto de Xochiquetzal se hace polvo, pero no así la momia de Xiu, el gran sacerdote (Guillermo Cramer), que se había hecho enterrar vivo para acompañar a Ácatl en su viaje. El profesor comete la imprudencia de regalarle el anillo encontrado a su hija Marta (Ana Luisa Pelufo en su segundo papel), quien a través de este se convertirá en vehículo, junto a Xiu que vuelve a la vida, de la cabeza del caballero águila, que ejerce un poder sobrenatural sobre ellos para cumplir su maldición.
El cine de Chano Urueta, padre del muy mexicano cine de luchadores (“La bestia magnífica”, 1952), abunda en elementos granguiñolescos y psicotrónicos, como manos cortadas reptantes y cabezas vivientes, elementos que aparecen en la trilogía “El jinete sin cabeza”, “La cabeza de Pancho Villa” y “La marca de Satanás” (1957), así como en su celebre “El barón del terror” (1962), y en la película que nos ocupa, uno de los títulos más relevantes del fantaterror mexicano.
Colofón: cerebros alienígenas invasores, muertos resucitados y calaveras diabólicas.
“El Cerebro del Planeta Arous”
(The Brain from Planet Arous, Nathan H. Juran, 1957)
La película más divertida sobre cerebros extraterrestres que invaden la Tierra fue dirigida por Nathan H. Juran, ganador del Oscar por su trabajo como director de arte en la clásica “Qué verde era mi valle” (How Green Was My Valley, 1941) de John Ford. Juran rodaría algunos clásicos de segunda línea como “La bestia de otro planeta” (20 Million Miles to Earth, 1957); la “feminista” y de culto “El ataque de la mujer de 50 pies” (Attack of the 50 Foot Woman (1958); “Jack y el gigante asesino” (Jack the Giant Killer (1962); “Los primeros hombres en la Luna” (aka. La gran sorpresa; First Men in the Moon, 1964), basada en la novela de H. G. Wells y en la cual aparecía el líder de los selenitas como un alienígena de enorme cabeza o la licántropa “El niño que lloraba al Hombre Lobo” (The Boy Who Cried Werewolf, 1973), cuyo título original fue mal traducido al español.
La película que nos ocupa narra la invasión a nuestro planeta por parte de Gor, gigantesco cerebro viviente y flotante (mediante cables que pueden verse a lo largo de la cinta y cuya siniestra voz prestó Dale Tate sin acreditar), proveniente del planeta Arous, y que posee el cuerpo del científico Steve March (John Agar) para cumplir con sus designios. Al mismo tiempo, Vol, otro cerebro viviente, es enviado en busca de Gor, y no se le ocurre otra cosa mejor que poseer al perro de Sally Fallon (Joyce Meadows), la novia de March, para poner en alerta a los humanos sobre la única forma de someter al fugitivo, cuando este, en busca de oxígeno, abandone brevemente a su huésped, y puedan, por fin, provocarle un daño irreversible en la Cisura de Rolando, con lo que darían cuenta de él y finalizarían la invasión.
“Los devoradores de cerebros”
(aka. Las sanguijuelas humanas; The Brain Eaters, Bruno VeSota, 1958)
Descarado plagio de la novela “Amos de títeres” (1951), del clásico Robert A. Heinlein con un Roger Corman como productor ejecutivo (no acreditado), que se fingió ciego, sordo y loco a la hora de los reclamos por derechos de autor por parte de Heinlein, hasta que aquél le cerró la boca pagándole la suma de cinco mil dólares, narra la invasión a un pueblo americano por parte de alienígenas con forma de sanguijuelas que se pegan en la nuca de los humanos para controlar sus mentes. La película trataba de aprovechar la moda impuesta por “La invasión de los ladrones de cuerpos” (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956) pero de una manera desastrosa. Quizá lo más destacable de este producto dominguero sea el breve papel, muy secundario, de un joven Leonard Nimoy, que aparece acreditado como Leonard Nemoy pero que, por fortuna para él y nosotros, se dejó crecer las orejas y se fue al planeta Vulcano, a bordo de la nave espacial Enterprise, de la serie televisiva “Star Trek” durante la década siguiente.
“El monstruo sin rostro”
(Fiend Without A Face, Arthur Crabtree, 1958)
Basada en el cuento “The Thought-Monster” de Amelia Reynolds Long, publicado en la legendaria revista “Weird Tales” en su número de marzo de 1930, y siguiendo el camino que un par de años antes marcara “Planeta prohibido” (Forbidden Planet, Fred M. Wilcox, 1956), con sus liberados monstruos del inconsciente, narra la historia de un grupo de personas atrapadas en una estación militar experimental en Canadá, mientras se suceden una serie de asesinatos en los cuales la victimas aparecen con una punción en la base del cráneo, y a quienes se les han extirpado tanto el cerebro como la columna vertebral. Las pistas apuntarán al profesor R. E. Walgate (Kynaston Reeves), cuyos experimentos con la telequinesis bien podrían estar detrás de las misteriosas muertes. Muy pronto, el monstruo invisible, que se alimenta de la energía nuclear de la base, producto de las proyecciones mentales del científico, se materializará en la forma de los cerebros robados a los muertos, que conservan las columnas vertebrales y se mueven mediante zarcillos y saltos, y tomarán en sitio a los humanos que tendrán que luchar para hacerles frente.
En su momento la película atrapó y horrorizó a los espectadores (al grado de que hubo reclamos por su violencia grafica), con sus efectos Stop-Motion, hoy avejentados, y que provocan risas involuntarias; pero alguna lograda escena terrorífica final es lo que nos queda, como recuerdo, de esta típica película atómica de la época.
“La calavera chillona”
(aka. El grito de la calavera; The Screaming Skull, Alex Nicol, 1958)
Inspirada vagamente –y sin acreditar-, en un cuento de F. Marion Crawford publicado en 1908 en la revista Collier, del autor a quien se deben títulos indefectibles en toda antología vampírica como “Porque la sangre es vida” (1911) o “La litera superior” (1894), basado, a la vez, en la “Sreaming Skull”, un cráneo alrededor del cual, se decía, se habían suscitado una serie de fenómenos sobrenaturales, y que pertenecía a un esclavo negro a quien se había negado su entierro en su país de origen, y exhibida como trofeo en Bettiscomb Manor, en Dorset, Inglaterra, la película comienza con una advertencia que indicaba que los productores se comprometían a pagar el entierro del espectador que muriera de miedo al verla. Un gimmick promocional, tan sólo, e inspirado en el cine barato y efectista de William Castle.
Una variante de los films de cerebros vivientes lo constituyen las cintas de cráneos sobe los que pesa una maldición. En este caso, una pareja de recién casados, Jenni (Peggy Webber) y Eric (John Hudson), se mudan a la lujosa mansión de este último, en la que la histérica Jenni pronto creerá ser acosada por el fantasma de la anterior esposa de Eric, que se le aparecerá bajo la forma de un cráneo fantasma. La película fue el deshonroso debut como director de Nicol, que aparece en el rol de jardinero en la cinta, y que posteriormente actuaría en clásicos como el Western “El hombre de Laramie” (The Man from Laramie, 1955) de Anthoy Mann, aunque su carrera como director no despegaría y jamás pasaría de ser un secundario en grandes producciones.
“La calavera”
(aka. La maldición de la calavera; The Skull, Freddie Francis, 1965)
Una producción de la Amicus, la casa que compitiera con la Hammer por aterrar a sus espectadores, con Peter Cushing en el papel del profesor Christopher Maitland, obsesionado con un calavera de dudosa reputación y su gran amigo y colega Christopher Lee, como el enigmático Sir Matthew Philips, antiguo propietario del cráneo, cuyos consejos sobre el poder del mismo serán desoídos por el profesor. Nos encontramos con un film basado en el cuento “La calavera del Marqués de Sade” de Robert Bloch cuyo poder maligno será ejercido sobre la voluntad del profesor Maitland, obligándolo a asesinar, en lo que en las películas anteriores correspondía a los cerebros vivientes. Cinta entretenida y, todavía más importante, que aún conserva cierto regusto terrorífico a pesar de lo visible de los hilos que mueven el cráneo diabólico.
“Los muertos congelados”
(The Frozen Dead, Herbert J. Leder, 1966)
La criogenia y la cirugía sustituyen a los sueros experimentales, en esta película en la que el científico loco de turno, el Dr. Norberg (Dana Andrews), mantiene los cuerpos de varios líderes nazis congelados hasta el momento adecuado de su retorno a la vida. Varios de los elementos de “El cerebro de Donovan” aparecen aquí, incluyendo la telepatía, así como unos deliberados entrecruzamientos con la trama de “El cerebro que no quería morir”. Al tratarse de una producción en color, al contrario del resto de las películas de las que nos hemos ocupado, resultan imperdibles las escenas en las que aparece la cabeza de Elsa Tenney (Kathleen Breck), la asesinada y decapitada amiga de Jean Norberg (Anna Palk), sobrina del científico, totalmente pintada de color azul, para emular el color de la muerte.