Por Raúl Miranda López   

La manera en que entre los hombres se arbitran los daños y las responsabilidades tardó un tiempo en llegar al cine. Los tribunales en la pantalla eran casi nulos como espacio cinematográfico, a diferencia del relato criminal que estuvo presente desde sus inicios, como también lo estuvo la representación de la vida en presidio. 

Los abogados, fiscales y jueces, las víctimas y los delincuentes, los testigos y los juzgados, y hasta los psicólogos criminalistas estuvieron ausentes en las primeras películas, pues todo se dirimía por medio de la violencia. Los inocentes y los asesinos se enfrentaban y “tomaban la ley en sus propias manos”, se imponía la “ley del hampa”, había “ajustes de cuentas”; se cometían linchamientos y el equilibrio de los platillos de la balanza sostenidos por la mujer de ojos vendados como símbolo de la justicia se inclinaban, bien de un lado, bien del otro.  

Los hombres letrados en derecho penal tardaban en aparecer en los filmes, los argumentos no los incluían, se litigaba a balazos y los gángsters imponían sus propias leyes. Las prácticas jurídicas o judiciales no eran tema cinematográfico en la época de la “prohibición”: la Ley Volstad, del 17 de enero de 1920, marcaba que las bebidas no podían contener más de 0.5 por ciento de alcohol. Dicha ley era violada de forma sistemática, pero las películas de la época no representaron los procesos penales. 

La extrema dureza de los castigos, el excesivo rigor de las sanciones, la aplicación del brazo duro de la ley, se representaba en términos fílmicos sólo en historias descriptivas de la acción del delito (cine de gángsters, policíaco, film noir) y su sanción en el espacio penitenciario (cine del sistema carcelario).   

Así, la visualización de la administración de justicia para el hombre afectado por otro fuera de la norma o de la regla, no encontraba su lugar en las historias fílmicas. Luego, el juzgado con su juego estratégico de acción y reacción, de preguntas y respuestas de dominación y retracción, por fin hizo su aparición. El tribunal, ese lugar en donde los hombres son culpados o indultados por los errores cometidos o no, vio la luz y su continuidad en películas como El caso Paradine (The Paradine case, Alfred Hitchcock, 1947), en la que un joven abogado se encarga de la defensa de una mujer acusada de haber asesinado a su marido ciego. El defensor acaba enamorándose de su cliente, pese a la evidencia de las pruebas y su ética profesional. En Horas de angustia (Knock on any door, Nicholas Ray, 1948), situada en los bajos fondos de San Francisco, un abogado defiende a un muchacho rebelde acusado de asesinar a un policía.

Doce hombres en pugna.

Doce hombres en pugna (Twelve angry men, Sidney Lumet, 1957) narra cómo un solo miembro del jurado logra convencer a los otros once de la inocencia de un acusado de asesinato de dieciocho años de edad. En Testigo de cargo (Witness for the prosecution, Billy Wilder, 1958), un sagaz abogado criminalista se enfrenta a lo que puede ser su último caso: la defensa de un hombre acusado del asesinato de una dama rica. Ubicada en el Chicago de los años 20, en Compulsión (Compulsion, Richard Fleischer, 1959) dos jóvenes estudiantes imbuidos por las teorías del superhombre de Nietzsche cometen un asesinato gratuito; la película se centra en el juicio y, sobre todo, en el abogado defensor, para hacer un alegato contra la pena de muerte. 

Anatomía de un asesinato (Anatomy of a murder, Otto Preminger, 1959), una de las mejores y más famosas películas de juicios, narra el proceso de un hombre acusado de asesinar al supuesto violador de su mujer, desde el punto de vista de su abogado, sin llegar a dilucidar si es culpable o inocente.   

En La verdad (La vérité, Henri-Georges Clouzot, 1960), una joven es juzgada por asesinato; el abogado defensor no ha podido reunir las suficientes pruebas a su favor y ella rememora los motivos de su encierro. Capitán Búfalo (Sergeant Rutledge, John Ford, 1960), relata la historia de un sargento negro que en 1881 es acusado de asesinar a un superior y de violar a la hija de éste, y es defendido por un teniente blanco; la película se articula en torno al juicio y se resuelve con base en una sucesión de flash-backs. Matar a un ruiseñor (To kill a mockingbird, Robert Mulligan, 1962) narra cómo un liberal abogado sureño defiende a un negro acusado de violación, al tiempo que se encarga de la educación de sus dos pequeños hijos, que acaban de perder a su madre. 

En Justicia para todos (...and justice for all, Norman Jewison, 1979) un abogado idealista se enfrenta en solitario contra el sistema judicial de Maryland, donde se vende y compra la justicia.  Bienintencionada película sobre los derechos civiles, Sospechoso (Suspect, Peter Yates, 1987) se centra en un pordiosero excombatiente de Vietnam que es acusado de haber matado a una mujer, pues todas las pruebas están en su contra; una abogada de oficio que sueña con unas merecidas vacaciones es encargada de su defensa. 

En Acusados (The accused, Jonathan Kaplan, 1988), una provocativa joven es violada de forma tumultuaria en la sala de juegos de un bar; los testigos se niegan a declarar, por lo que la condena para los culpables es leve; una abogada competente intenta llevar el caso hasta que se haga justicia. El hombre que no estuvo (The man who wasn’t there, Joel Coen, 2001) narra la historia de un reflexivo pero ingenuo peluquero que contrata a un avezado abogado para la defensa de su mujer por un crimen que él ha cometido.  

En México, al no existir los juicios públicos, no hay una tradición de películas de tribunal. Sin embargo, el director Juan Bustillo Oro, recrea una secuencia de juicio público, en la cinta Ahí está el detalle (1940), en la que Cantinflas interpreta a un vago que mata al perro rabioso Boby, pero los demás creen que se trata del gángster también de nombre Boby. El juicio de Ahí está el detalle es, quizá, una de las secuencias más divertidas (por el estilo de habla de Cantinflas) de la historia del cine mexicano.   

De esta manera, la retórica de los abogados en el cine de tribunal no intenta dilucidar la verdad, sino obtener victorias convenciendo al jurado. Como la retórica fílmica, que intenta convencer al espectador.