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2014-03-11 00:00:00

Concurso de Crítica: 1er lugar: “Las fronteras están para cruzarse”

Por Sergio Raúl Bárcenas Huidobro

Crítica 3 de 3 (escrita durante el seminario)

En el inicio está el mar: su dimensión incalculable, su libertad atronadora, su fuerza abarcándolo todo. Junto al mar está el muro, que lo divide todo, excepto al propio mar. Al mar no hay quien lo pare. Al pasado tampoco: el pasado, ese otro mar. Con esa imagen, el plano fijo de una playa desierta a pleno sol, inicia "Workers" (2013), el primer acercamiento a la ficción del también documentalista José Luis Valle, nacido en El Salvador y radicado en México desde los dos años.

La sobriedad de las olas termina en la hilera de trancas que marcan la frontera norte de México. A lo lejos, vemos una escena común: la mujer que va al encuentro furtivo del marido, indocumentado que acude a su Julieta como un Romeo desgarrado por el Tratado de Libre Comercio. Un niño, que asumimos hijo de ambos, corretea en el borde de la playa. La cámara desciende. A lo lejos, alguien los observa. De momento lo asumimos todo, nada está dicho. Lo que sigue desde aquí es un entramado hábil y taimado de estructuras, una de la piezas de inteligencia más sutil en el cine de temporadas recientes.

Workers sigue de cerca a dos personajes casi anónimos: Rafael, el obrero de supervisión en la planta de producción de una multinacional y Lidia, la empleada doméstica más antigua en una casa cuyos lujos solo se ven superados por el mal gusto en su decoración. Ninguno está más solo que el otro, ni más triste, ni más conforme; ambos rondan los sesenta y llevan consigo pérdidas que ya no pesan porque se les volvieron costumbre. Tienen sueños, aunque no tengan nada más: él, la inminencia de su jubilación, ella, el cariño que le guarda a Princesa, la perrita de su patrona. Los dos miran a través de las ventanas, y afuera siempre está Tijuana: un laberinto desvencijado de cemento, polvo y camionetas sin placas.

La elección del escenario está en el corazón del propio relato y sus protagonistas, atrapados en espacios que definen a las ciudades de la frontera norte: él, una planta industrial prácticamente desmontable —con exteriores de lámina y paredes de cartón grueso— y ella, una casa de dos pisos, ventanales y jardines, que pareciera producto de una riqueza súbita. La riqueza podría explicarla el hijo de su dueña, que viaja en camionetas polarizadas, con dos guardaespaldas y una pistola en el cinturón.

Hasta aquí, el espectador sigue asumiéndolo todo: el drama, la rutina y el pasado de los protagonistas, sus motivos e identidades; el guión despliega sus cartas una a una, tirando hilos hacia delante para después jalarlos en silencio, regando pistas y detalles con una inteligencia diabólica y el cuidado formal de un artesano. Sin advertirlo,  de pronto estamos en el centro de una comedia tan negra que no invita a la risa, sino que la provoca mediante golpes de patetismo y de espejos deformados de aquello que, visto a la cara, sería más triste que un pan duro.

José Luis Valle, a quien conocimos en 2009 como documentalista con El milagro del Papa, llega a su primer largometraje de ficción con el oficio de un cineasta maduro, dueño de un estilo depuradamente formal que mucho le debe al del palestino Elia Suleiman, al de Jacques Tati o al de las comedias de la primera etapa de Joel y Ethan Coen. Su logro más evidente está en el tono; el otro, en la inteligencia con la que tal tono se va dosificando, revelando a cuentagotas un argumento cada vez más amplio. Al final, hemos asistido a un atípico relato de venganzas… ¿y de amor?

No es común que en el cine de debutantes de nuestros días, más afectos que nunca al desmembramiento narrativo, a la elipsis y al jugueteo formalista más gratuito, aparezca un guión como éste, modélico en su estructura circular (diríamos más bien esférica, por lo pulcro) y en su voluntad de tejer un relato amparado en detalles, sin estridencias ni discursos evidentes.

Es un hallazgo el que el guión de Valle aporte a Tijuana cierta dimensión intimista que no se limita a la calca de un imaginario de sobra conocido. El mejor ejemplo está en un plano larguísimo donde la cámara se asienta a observar una calle tijuanense cualquiera: el encuadre permanece fijo y casi en silencio, pero la coreografía de movimientos al interior ocasiona un despliegue de detalles que van de la conversación entre sexo-servidoras hasta la limpieza de una peluquería o la escritura rápida de un graffiti callejero: el retrato de una ciudad arrolladoramente viva.

Durante el resto del metraje, Valle se muestra igualmente consciente de las necesidades de movimiento de una cámara, pues la mueve cuando el plano lo requiere, no cuando a él se le antoja: hablamos de un diseño de planos que responde a las necesidades expresivas de lo que cuentan.

La Tijuana que vemos está atrapada entre dos fronteras: la inmensidad del mar y el sueño americano, igual que los centroamericanos que ven frustrada su entrada a Norteamérica y se estancan en un limbo temporal que dura diez, quince o treinta años. El propio Valle vivió una infancia ilegal en esa zona; sus padres bien podrían ser los personajes de esta historia.

Pero la frontera de Workers no es exactamente la de "Norteado" (Pérezcano, 2009), "Aquí y allá" (Méndez Esparza, 2012) o "La jaula de oro" (Quemada-Díez, 2013). Su vocación no es la denuncia de un entorno sino el estudio de dos personajes inscritos en él. Aquí Tijuana está más cerca del mar que de Estados Unidos, y hacia esa otra frontera se encaminan sus personajes, hacia un mar libre y luminoso que forma parte de las heridas de su memoria, pero que representa también una posibilidad final de redención. Y lo que tengan que hacer para alcanzarla, lo harán. En serio. Lo que sea.


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